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lunes, 29 de junio de 2015
viernes, 12 de junio de 2015
CUENTOS de Pedro Pablo Sacristán
La economía de la sonrisa
Había una vez un rey sabio y bueno que observaba preocupado la importancia que todos daban al dinero, a pesar de que en aquel país no había pobres y se vivía bastante bien.
- ¿Por qué tanto empeño en conseguir dinero?- preguntó a sus consejeros. - ¿Para qué les sirve?
- Parece que lo usan para comprar pequeñas cosas que les dan un poco más de felicidad - contestaron tras muchas averiguaciones.
- ¿Felicidad, es eso lo que persiguen con el dinero? - y tras pensar un momento, añadió sonriente. - Entonces tengo la solución: cambiaremos de moneda.
- Parece que lo usan para comprar pequeñas cosas que les dan un poco más de felicidad - contestaron tras muchas averiguaciones.
- ¿Felicidad, es eso lo que persiguen con el dinero? - y tras pensar un momento, añadió sonriente. - Entonces tengo la solución: cambiaremos de moneda.
Y fue a ver a los magos e inventores del reino para encargarles la creación de un nuevo aparato: el portasonrisas. Luego, entregó un portasonrisas con más de cien sonrisas a cada habitante del reino, e hizo retirar todas las monedas.
- ¿Para qué utilizar monedas, si lo que queremos es felicidad? - dijo solemnemente el día del cambio.- ¡A partir de ahora, llevaremos la felicidad en el bolsillo, gracias al portasonrisas!
Fue una decisión revolucionaria. Cualquiera podía sacar una sonrisa de su portasonrisas, ponérsela en la cara y alegrarse durante un buen rato.
Pero algunos días después, los menos ahorradores ya habían gastado todas sus sonrisas. Y no sabían cómo conseguir más. El problema se extendió tanto que empezaron a surgir quejas y protestas contra la decisión del rey, reclamando la vuelta del dinero. Pero el rey aseguró que no volvería a haber monedas, y que deberían aprender a conseguir sonrisas igual que antes conseguían dinero.
Así empezó la búsqueda de la economía de la sonrisa. Primero probaron a vender cosas a cambio de sonrisas, sólo para descubrir que las sonrisas de otras personas no les servían a ellos mismos. Luego pensaron que intercambiando portasonrisas podrían arreglarlo, pero tampoco funcionó. Muchos dejaron de trabajar y otros intentaron auténticas locuras. Finalmente, después de muchos intentos en vano, y casi por casualidad, un viejo labrador descubrió cómo funcionaba la economía de la sonrisa.
Aquel labrador había tenido una estupenda cosecha con la que pensó que se haría rico, pero justo entonces el rey había eliminado el dinero y no pudo hacer gran cosa con tantos y tan exquisitos alimentos. Él también trató de utilizarlos para conseguir sonrisas, pero finalmente, viendo que se echarían a perder, decidió ir por las calles y repartirlos entre sus vecinos.
Aunque le costó regalar toda su cosecha, el labrador se sintió muy bien después de haberlo hecho. Pero nunca imaginó lo que le esperaba al regresar a casa, con las manos completamente vacías. Tirado en el suelo, junto a la puerta, encontró su olvidado portasonrisas ¡completamente lleno de nuevas y frescas sonrisas!
De esta forma descubrieron en aquel país la verdadera economía de la felicidad, comprendiendo que no puede comprarse con dinero, sino con las buenas obras de cada uno, las únicas capaces de llenar un portasonrisas. Y tanto y tan bien lo pusieron en práctica, que aún hoy siguen sin querer saber nada del dinero, al que sólo ven como un obstáculo para ser verdaderamente felices
.Hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda de que hubo una época en la que cada niño vivía con un duendecillo de la felicidad que lo acompañaba desde el día de su nacimiento. Los duendecillos se alimentaban de la alegría de los niños, y por eso eran expertos inventores de juguetes y magníficos artistas capaces de provocar las mejores sonrisas.
.Hace tanto tiempo que ya nadie se acuerda de que hubo una época en la que cada niño vivía con un duendecillo de la felicidad que lo acompañaba desde el día de su nacimiento. Los duendecillos se alimentaban de la alegría de los niños, y por eso eran expertos inventores de juguetes y magníficos artistas capaces de provocar las mejores sonrisas.
Chocolate y felicidad
Con el paso de los años, los duendes mejoraron sus inventos y espectáculos, pero la alegría que conseguían era cada vez más breve. Por más que hicieran, los niños se volvían gruñones y exigentes cada vez más temprano. Todo les parecía poco y siempre querían más. Y ante la escasez de felicidad, los duendes comenzaron a pasar hambre.
Pero cuando pensaban que todo estaba perdido, apareció la pequeña Elsa. Elsa había sido una niña muy triste, pero de pronto se convirtió en las más poderosa fuente de alegría. Ella sola bastaba para alimentar cientos de duendes. Pero cuando quisieron felicitar a su duende, el pequeño Flop, no lo encontraron por ningún sitio. Por más que buscaron no hubo suerte, y cuando lo dieron por muerto, decidieron sustituirlo por Pin, el mejor duende de todos.
Pin descubrió enseguida que Elsa era diferente. Ella no disfrutaba mucho con los regalos y maravillas de su duende. Regalaba a otros niños la mayoría de juguetes que recibía de Pin, y nunca dejaba que su duende actuase solo para ella. Vamos, que parecía que su propia alegría le importaba mucho menos que la de los demás niños y a Pin le preocupaba que con esa actitud se pudiera ir gastando toda su energía.
Una noche, mientras Pin descansaba en su cama de duende, sintió algo extraño bajo el colchón, y al levantarlo descubrió la ropa de Flop, cubierta de chocolate dorado. Como todos los duendes, Pin conocía las leyendas sobre el chocolate dorado, pero pensaba que eran mentira. Ahora, viendo que podían ser ciertas, Pin corrió hacia la cama en que dormía Elsa y miró a través de sus ojos. ¡Allí estaba Flop, regordete de tanta felicidad! Pin sabía que desde dentro Flop no podía verle, pero volvió a su cama feliz por haber encontrado a su amigo, y por haber descubierto el secreto de la felicidad de Elsa: Flop la había convertido desde dentro en un duendecillo de la felicidad, y ahora que estaba tan ocupada haciendo felices a otros se había convertido en una niña verdaderamente feliz.
Los días siguientes Pin investigó cuanto pudo sobre el chocolate dorado para enseñar a los demás duendes cómo hacer el mismo viaje. Bastaba con elegir un niño triste, posarse en su mano mientras dormía, darle un fuerte abrazo, y desear ayudarlo con todas sus fuerzas.
Así fue como Pin se convirtió en un bombón dorado. Y a la mañana siguiente aquel niño triste se lo comió. Aunque sabía que no le dolería, pasó muchísimo miedo, al menos hasta que le tocó la lengua, porque a partir de ese momento sintió las cosquillas más salvajes y rió y rió y rió… hasta que estalló de risa. Y entonces apareció en el alma de aquel niño triste, dispuesto a convertirlo en un auténtico duendecillo de la felicidad ayudando a otros a ser más felices.
Así fue como Pin se convirtió en un bombón dorado. Y a la mañana siguiente aquel niño triste se lo comió. Aunque sabía que no le dolería, pasó muchísimo miedo, al menos hasta que le tocó la lengua, porque a partir de ese momento sintió las cosquillas más salvajes y rió y rió y rió… hasta que estalló de risa. Y entonces apareció en el alma de aquel niño triste, dispuesto a convertirlo en un auténtico duendecillo de la felicidad ayudando a otros a ser más felices.
Los demás duendes no tardaron en imitar a Pin y a Flop, y pronto cada niño tuvo en su interior un duendecillo de la felicidad. El mismo que aún hoy nos habla todos los días para decirnos que para ser verdaderamente felices hay que olvidarse un poco de las propias diversiones y hacer algo más por los demás.
sábado, 6 de junio de 2015
¿ Y PORQUE NO ? Mireia Vidal
Pablo es un niño distinto. O eso es lo que le dicen siempre cuando inventa cosas o tiene ideas de bombero para solucionar aquello que todo el mundo cree que tendría que hacer de otra forma.
¿Qué hace? Muy sencillo. Esta misma mañana, por ejemplo, cuando llegaba tarde a la escuela y no tenía tiempo de atarse los complicados cordones de los zapatos, ha decidido ponerse 6 calcetines en cada pie y ha salido corriendo con su mochila en la espalda. O el otro día, cuando se quedó sin pan para hacerse el desayuno para el recreo, curioseó en el cajón de la despensa, y se hizo unos fantásticos sándwiches de jamón y galleta.
Pablo siempre encuentra una solución para cada problema. Y no le hace falta buscar demasiado lejos, las tiene todas él mismo.
—Es distinto este chico— dice la gente cuando lo ve pasar con alguno de sus extravagantes inventos. Pero lo que Pablo piensa es que son los demás los que son iguales. ¿Qué sentido tiene que todo el mundo lo haga todo de la misma forma?
Pero se ve que es así como deben hacerse las cosas. Y por eso la señorita Mercedes, su profesora, insiste tanto en hacerle repetir los trabajos, porque dice que se equivoca.
—Un árbol no puede ser lila, debe ser verde— Le repite una y otra vez. Pero Pablo cree que un árbol puede ser del color del que uno lo quiera ver, y hasta se ha atrevido a pintar uno con las hojas convertidas en caramelos.
—Está mal— le repite Mercedes —Un árbol no puede ser así.
—¿Y por qué no? —Contesta siempre Pablo.
Pero la señorita Mercedes nunca encuentra la respuesta a esta duda.
— No puede ser, y punto.
La verdad es que Pablo no la entiende demasiado a la señorita, pero lo que menos entiende es que no se atreva a decirle a Manuel, el panadero que les lleva el pan, que le gusta. En la escuela todo el mundo sabe que está enamorada de él, pero la señorita Mercedes lo mira una y otra vez, poniendo aquella cara de disgusto sin saber qué hacer para acercársele.
— ¿Por qué no le haces un dibujo? —Le propone un día Pablo, que para todo tiene una idea. Pero Mercedes se escandaliza.
—Qué tontería. Con un dibujo no conseguiré nada — Dice, ofendida.
—¿Y por qué no? — Le vuelve a preguntar Pablo, curioso.
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Pero Mercedes continúa sin tener respuesta para los “¿por qué no?” de su alumno. De hecho, a ella tampoco le han explicado nunca los “¿por qué no?” de las cosas. Sencillamente ha aprendido a hacerlas tal y como se las han enseñado, sin ni siquiera preocuparse de aprender a preguntar.
—No puede ser y punto. —Repite de nuevo la señorita Mercedes, un poco avergonzada al constatar que en la escuela todo el mundo está al tanto de sus penurias amorosas. Y Pablo tampoco insiste. Está demasiado acostumbrado a que todos crean que es un chiflado de ideas locas. Pero lo que los demás no saben es que las ideas nunca son locas. Sólo son ideas.
Un día Manuel les trajo algunas pastas de anís para celebrar la festividad de la patrona del pueblo, la señorita Mercedes se quedó mirándolo embobada como hacía siempre.
—Ay —suspiraba—qué fuerte y serio que parece Manuel. Y qué simpático —pensó la señorita Mercedes emborronando en una servilleta un dibujo de los ojos del chico sin ni tan sólo darse cuenta.
Pero aquel día tampoco se atrevió a decirle nada, y la señorita Mercedes volvió a la clase repitiéndose una y otra vez que a la próxima lo intentaría.
Manuel, mientras tanto, siguió trabajando lejos de los pensamientos de su enamorada, y mientras recogía bandejas vacías de madalenas, de repente vio el trocito de papel arrugado en un rincón.
—¿Qué es esto? —Se preguntó recogiendo la servilleta abandonada. Y una vez la cogió, ya no hizo falta que
le explicaran nada más para presentarse en la puerta de la escuela con un ramito de flores.
A la señorita Mercedes se le sonrojaron las mejillas de golpe cuando le vio el dibujo en la mano, y se sonrojó
todavía más cuando Pablo le susurró en la espalda.
—¿Lo ves como sí que puede ser?
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La verdad es que parecía imposible y aquel día la señorita Mercedes volvió a casa contenta como unas
castañuelas, del brazo de su fuerte y simpático Manuel. Pero mientras le miraba a los ojos más cerca de lo
que nunca lo había hecho, de repente, se dio cuenta de que Pablo tenía razón.
Era cierto que las cosas podían ser de cualquier forma y frecuentemente el problema es que no sabemos
inventar una solución. Una que no tiene por qué ser exactamente la que utilizarían los demás.
Por eso al día siguiente, cuando la señorita Mercedes entró en clase, decidió inventar una nueva manera de
hacer las cosas en el aula.
—Hoy todo el mundo debe pintar un árbol totalmente distinto al de los demás —Dijo a sus alumnos
guiñando el ojo a Pablo.
Los niños se alborotaron mucho. Al principio la cosa parecía complicada. No era fácil pintar un árbol que siempre habían visto verde. Pero, de repente, Pablo dibujó uno con las ramas de fuego y mariposas enganchadas e inmediatamente los niños empezaron a inventar lo que sería un jardín único y precioso.
Había árboles gigantes y otros pequeños como insectos. Había algunos con hojas de agua y con troncos de piedra. Algunos eran azules y otros de color calabaza. Hasta había una niña que lo había hecho de cristal y un niño pequeño insistía en hacerlo de regaliz con una bufanda de algodón. Otro lo hacía vestido y el que estaba a su lado de esmeraldas. Parecía imposible parar aquel bosque maravilloso que se iba extendiendo por todos los rincones de la clase.
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Aquel día la señorita Mercedes entendió por qué nunca nadie le había explicado cuál era la respuesta a los “¿por qué no?” de su alumno. Y es que no había ninguno. Pablo siempre había tenido razón y todo era posible. Todas las cosas tenían siempre una solución que con frecuencia se debía inventar a medida. Y para ello sólo necesitaban imaginación. Bien, quizás con la imaginación no era suficiente. También debía estar convencido de que todo era posible y de que cualquiera podía crear e inventar las soluciones a sus problemas. No hacía falta repetir lo mismo que hacían los demás, porque mirando aquel bosque de árboles maravillosos, la señorita Mercedes acababa de entender que cada uno tiene su propia forma de ver el mundo.
Fin
martes, 2 de junio de 2015
EL ALFARERO
Relata la historia de cómo un maestro le enseña a su discípulo a darle vida al barro. Y como en todo proceso de enseñanza efectiva, si no hay magia, no hay transformación.
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